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La primera vez que pisé la ciudad Zacatecas, ella me abrazó con los gélidos brazos de una abuela fuerte. De nueve años, acostumbrado al calor del Cañón de Juchipila, yo descendía de una guayín verde y sentía la consistencia de la niebla sobre la calle Juan de Tolosa. En pocos minutos el frío se me convirtió ya no en beso, sino en bruto lengüetazo de la madre de los municipios de mi estado, de esa abuela mía.
La ciudad me parecía trozo de esa Europa que veía en las enciclopedias de mis tíos los Villarreal. Su rostro era piedra tallada; tenía céntrica central camionera que acababan de desalojar, una catedral vitrina de apóstoles mancos, gente embozada debido al clima inclemente.
Era pequeña, rectora de nuestras vidas de pueblerinos. Era centro adonde caían nuestros impuestos, adonde llevaban a firmar nuestros certificados escolares, adonde se nos prometían paseos en cerro y capilla con la santa patrona. La Virgen del Patrocinio tenía entonces muchos devotos y peregrinaciones.
Zacatecas era la abuela y el frío, pero a partir de 1996 comenzó a despedazarse ese reino. Quizá tal clima decidió ausentarse porque presentía algo, porque entonces el pueblo Guadalupe pareció acercarse y las tiendas Blanco y Soriana empezaron a tener muchos edificios vecinos. Plaza Futura comenzó a hacerse pasado, el Cine Rex dio por bajar sus precios y exhibir películas de Bruce Lee, las autoridades de la UAZ creyeron que lo mejor era dispersar sus centros de enseñanza. Desde el Callejón de Guadalajarita, donde viví la mayor parte de mi vida estudiantil universitaria, vi cómo disminuía el número de cofrades y fieles en las peregrinaciones que subían por los empedrados a La Bufa. Patrocinio solitaria se veía desdeñada por las nuevas generaciones.
¿Sucedió realmente algo o todo es una maquinación de mi cerebro? Desapareció la calle Ventura Salazar, donde medio Zacatecas que iba a los camiones de ruta topaba con medio Zacatecas que regresaba de ellos. Desaparecieron las dos salas de Cinemas Zacatecas, adonde pocos subíamos tras difícil escalinata para apreciar películas no muy comerciales. Desaparecieron el trasnochado Café Nápoles y La Quemazón. Desaparecieron la cafetería Zas con su bullicio naranja y el Mesón La Mina con sus mesas amplias como la Cuaresma, redondas como el monolito del calendario azteca.
Desapareció la fachada de la plaza de toros monumental, cubierta ahora por un escenario ambiguo. Desapareció el solitario centro comercial de planta baja con salón de fiestas de planta alta, todo llamado “La ex central”. Desaparecieron Casa Zesati, donde conseguíamos al tiempo trompos verdes, loterías chafas y descontinuados casetes de Mocedades, y también quitaron los mostradores amarillos de Al Ferrocarril porque Sanborns tenía que servir cafés a los políticos sabelotodo y figurones. Desaparecieron los tendajones donde nos atendían los matrimonios abuelos, y en su lugar aparecieron en plaga los cubiles Oxxos de cobradores a veces torpes, con frecuencia insensibles.
Hoy la ciudad tiene menos Virgen del Patrocinio y más patrocinadores y patrocinados. Sin Federico Sescosse velando por la arquitectura y preservación, sin Roberto Ramos Dávila bajando a la alameda, sin el viejito Roberto Cabral del Hoyo midiendo con sus pasos la avenida Hidalgo, ya no veo un líder en la ciudad. Discúlpenme, no veo autoridad genuina: sólo hay hombros palmeados de dirigentes enclenques, de funcionarios tan acusadores como paranoicos y de formadores de asociaciones de huevones afectos a la cafeína, el chayote y el estímulo gratuito.
Júzguenme retrógrado, pero quizá maquillamos tanto a la abuela que no nos dimos cuenta de en qué momento la orillamos a morir. Ahora la tenemos cómoda pero inerte, acicalada, endurecida, con plastas de porcelana en las mejillas, con chapetes color neón y diademas hechas en China. Sus dientes son coloridos leds incrustados en las aceras (no todos funcionando), su boca es piedra artificialmente hecha jirones, sus orejas son fuentes sin estructura de fuente.
Con todo, aún amo a esa abuela que era fría, misteriosa, atrasada y muy viva. La amo por lo que fue y por lo que hizo en mí. A los patrocinadores y patrocinados de ahora nada puedo decirles: ya sabrán ellos cómo administrar la (des)hechura. Que el tiempo les dé o no la razón. Y con estas líneas vuelvo a besar a la anciana.