Por Ricardo Pascoe Pierce*
Se equivocó Gabriel García Márquez cuando me dijo, alguna vez en La Habana, que Fidel nunca moriría, porque tenía la agenda demasiado cargada. Fidel demostró ser tan frágil como cualquier otro. Pero, como gobernante longevo que encarnaba el Estado, le interesaba dejar evidencias de que tenía todo bajo control.
A principios de este año tuvo una aparición inesperada en el Comité Central del Partido Comunista Cubano. Impuso una posición intransigente en la negociación con Estados Unidos. Consideró que Cuba hacia demasiadas concesiones al buscar un acuerdo sobre la apertura económica. Cortejó a aquellos dentro del Comité Central cuyos intereses económicos sí están siendo afectados por decisiones de la apertura. Logró que se emitiera un resolutivo reminiscente de los años sesenta, desautorizando implícitamente la política aperturista de Raúl. Deja a Cuba atrapada entre su propia intransigencia y Trump.
La muerte de Fidel es también la de una época de la historia mundial. Fidel aniquiló un Estado y concibió otro, revolucionario, que representaba un nuevo ideal de la historia. Para América Latina representaba un nuevo paradigma. Los siguientes años fueron consumidos por ese debate. A cambio de recibir diversos apoyos materiales y políticos, Cuba aceptó nunca promover guerrillas en México. Ese acuerdo duró hasta la caída del Muro de Berlín, cuando el mundo cambió y la utopía revolucionaria tropezó con sus propias limitaciones.
*Embajador de México en Cuba durante el gobierno de Vicente Fox.
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